Una pipa, un recuerdo

Fue un recuerdo, llegó para distraer el olvido. Estaba escondido en las horas del   día, esperaba un instante de debilidad. Posiblemente lo llamó el blancuzco humo de mi pipa que flotaba tranquilo, con el olor de mi tabaco, murmullos de lejanos días, débiles voces de olvidadas reuniones. Tal vez fue la pequeña brasa, con su modesta constancia en el interior de ese trozo de madera, la que, al iluminar mi memoria, quitó la sombra de aquel tiempo. Pudo ser el trozo de brezo que acariciaba mi mano y mi boca —también acarició mi angustia— él que trajo ese pedazo de historia a mi mente. No lo sé, llegó igual que otras veces: sin avisar. Solamente llegó y con él su compañera, la soledad.

Foto por Liliane Mendoza Secco
Foto por Liliane Mendoza Secco

Fue al encender mi pipa. Acerqué la pequeña flama del cerillo en mi mano al apisonado tabaco; entonces hice una pausa, un pequeño momento. Observé la calidez del fuego antes que manifestara su magia, estaba frente a mí, no podía ver otra cosa. Ahí fue, apareció dentro de esa flama, lo distinguí claramente en la nube de humo que salió del tabaco al encender. La brasa se recostó en la cama dentro de mi pipa, el dulce aroma inundó el cuarto y, el recuerdo, mi mente. El recuerdo, ese humilde mensajero que mueve mi conciencia, me acompañaba.

Estábamos sólo los tres y el silencio. Podíamos fingir que no existíamos, no era posible. Ese tipo de juego era demasiado arriesgado, no podíamos ignorarnos, nadie podía ganar. Serían los mismos que siempre habíamos jugado. La pipa jugaría al escondite, ella trataría de esconder su brasa en el tabaco que estaba dentro de la cazoleta, yo debía buscarla y no perderla. El recuerdo, a la gallina ciega, con sus ojos vendados intentaría atraparme y, así, envolverme en su melancolía. Yo, yo jugaría solitario, encerrado en mi momento, en mis pensamientos, sin compartir la alegría de ganar.

Eso hicimos, jugamos, hicimos apuestas insignificantes; perdimos y ganamos varias veces. El reloj caminó con un lento paso, el tabaco se esfumaba. Eran los mismos juegos de otros días, el conocido sabor de mi tabaco, la misma extraña sensación de no saber si el recuerdo era real o una fantasía en mi pasado. Todo era tan común, tan normal que me inquietaba.

Varias veces la pequeña dosis de nicotina ayudó a que mi angustia se diluyera.

Varias veces el humo se agitó en el aire, al igual que el recuerdo.

Varías veces me golpeó, sin hacerme más daño que él que hace la leve quemadura del cerillo que se acaba en mi mano.

Varias veces prendí mi pipa, lo hice sin pensar, mi mente jugueteaba con el aroma del recuerdo.

Varias veces cerré mis ojos. Intenté disfrutar de esos minutos, de esos valiosos minutos que pude robar a la rutina.

Nuestros juegos se agotaron, las apuestas se pagaron. La pipa quedó en mi mesa, parecía cansada. Su magia había terminado, era solamente un cálido trozo de brezo que descansaba. Yo me quedé en el vano intento de conservar mi pequeña evasión, de prolongar ese espacio de ausencia; no quería regresar a mi verdad, pero no la podía evitar, debía volver. El recuerdo posiblemente quedó entre las cenizas y el humo que se dispersó. Él se fue como llegó, de manera repentina, sin avisar. Me dejó el olvido y una conocida sensación: la certeza que nos volveríamos a encontrar, él y mi soledad.

Una mañana


     Cada mañana las calles en mi ciudad se transforman, dejan de ser frías alfombras de asfalto para convertirse en ríos de carros. Se llenan de vehículos, más de los que pueden circular con agilidad. Autos que llevan una, dos, tres o más personas que salieron de un suave sueño para enfrentar la realidad. Hoy el destino las colocó junto a mí en este caudal. Veo autos con varias personas; algunas platican entre ellas y otras están en silencio, como si los ocupantes estuvieran perdidos en sus pensamientos; cada quien en el suyo, sin compartirlo. Las que manejan solitarias es probable que busquen en un programa de radio la compañía que no tienen para su corto viaje.

     Puedo ver claramente los ocupantes de los diferentes vehículos que circulan junto al mío: una señora despeinada que lleva sus hijos a la escuela, los jóvenes estudiantes que seguramente van en camino a la universidad, una hermosa mujer que se maquilla al manejar —no sabe que su belleza hace que esa actividad, además de peligrosa, sea innecesaria—, un anciano que está obligado a vender la poca vitalidad que guardó para el ocaso. Son diferentes autos, diferentes personas, diferentes motivos. Circulamos lentamente, todos nos dejamos llevar al ritmo que marcan los demás vehículos. Todos nos sentimos ahogados en la patética burbuja del tráfico en las calles.

     Soy parte de ese cardumen. Forma parte de mi vida en esta ciudad, de la que no puedo escapar. También soy incapaz de escapar de este lento ritmo. Es algo que contradice la terrible velocidad que impone la vida urbana. Esta ciudad me impone apresuradas decisiones, veloces saludos, aceleradas relaciones. Desayunar, trabajar, comprar, pagar, comer; todo lo debo hacer rápidamente, el tiempo es escaso en el ajetreo de mi ciudad. El tiempo debe bastar para atender familia, amigos, compromisos, trabajo, problemas, soluciones, diversiones y demás fantasmas del día. El reloj es el amo, él es quien esclaviza. Y ahora, como una cruel broma, estoy aquí: atorado, entrampado en el tráfico de la mañana, viendo como gotean el reloj, mi tiempo que se pierde. Hoy, como cada mañana, veo escapar el tiempo que me hará falta el resto del día.

     La linda mujer termina de maquillarse, gira su cabeza y me mira. Soy incapaz de devolverle la mirada, la pena me vence y volteo hacia el carro que circula a mi izquierda. El viejo maneja resignado, casi triste. Ignoro qué recuerdos o rencores lo acompañan. Voy despacio, vamos despacio; todos en el mismo río. Continúan atrás de mí los jóvenes, en un compacto. Los veo por el espejo, parece que están cantando y bailando dentro de su carro. Viene a mi mente un cuento de Cortázar y, de pronto, me siento parte de esa historia. Todas las mañanas soy la pobre versión de un cuento. Es mi consuelo, pobre consuelo, porque sé que esto no es ficción, es mi diaria realidad.

Foto por eleconomista.com.mx
Foto por eleconomista.com.mx

     Mi tiempo me oprime, ese que no puedo detener, él que pierdo cada mañana, él que intento disfrutar, él que un día terminará y que entonces, conmigo, se volverá eterno. Me aplasta igual que este tráfico matutino. La misma historia se burla de mí todas las mañanas, sabe que mi tiempo nunca es el mismo, que no lo puedo guardar. Cada día se acumulan las horas perdidas, el reloj del tablero de mi auto me lo recuerda, son mis preciosos minutos desperdiciados. Nadie me los podrá regresar.

     El tráfico avanza lento, pausado; rompe, con su desesperante calma, la agitación en la ciudad y, con ello, aumenta mi angustia y mi tensión. Desesperado, vuelvo a mirar las personas encerradas en los autos que me rodean. Percibo que compartimos el mismo sentimiento, todos con el mismo semblante de enojo y resignación… casi todos. Me doy cuenta, al mirar atrás, que los jóvenes siguen cantando. Están felices, sonriendo.

     Esas sonrisas que veo en mi retrovisor. ¿Por qué sonríen?, ¿será su juventud?, ¿la certeza de que tienen mucho tiempo por delante y pueden darse el lujo de desperdiciar el actual? No lo sé. Lo que sí sé es que esas sonrisas están aquí, dentro de mi auto, me acompañan, me hacen recordar que un día fui como ellos, que aún puedo seguir siendo como ellos. Observo mis manos que descansan en el volante y cierro mis ojos por un segundo. Comienzo a sonreír.


	

Una confesión

Existen sombras que únicamente se ven en la oscuridad, como fantasmas que vienen para inquietar mi conciencia, sombras solitarias, sin nada que las acompañe. Siempre las encuentro en el mágico o trágico espacio de la noche cuando mi cuerpo pide descanso, cuando me dice que la jornada debe terminar. Entonces, apago la lámpara y, al mismo tiempo que acomodo mi cabeza en la almohada, intento dormir. En ese momento, al amparo de la falta de luz y sonidos, mi cerebro se niega a descansar, no me obedece. Yo no intento que ese rebelde me obedezca, sé que no tiene caso. Es un instante de sentimientos encontrados, no se trata de un clásico episodio de angustia nocturna, que en el pasado me acompañó como firme compañero, ni del malestar generado por cosas que no hice en el día, es algo diferente; es ahí cuando aparecen esas sombras, espectros que vienen corriendo a mi mente. Llegan y entran sin obstáculos, ofreciéndome variados y extraños bocetos sobre los cuales escribir. Los dejan ahí, en mi cabeza, pero esas ideas se extinguen. Después de un rato, el sueño llega como un gran plumero, limpiado todo rastro de lo qué podría ser. Alguno de ustedes pensará: ¿por qué no lo anota, lo graba, lo escribe en ese momento?, ¿por qué no hace algo más? Puedo esgrimir muchas razones, algunas bastante lógicas como, por ejemplo, no despertar a mi esposa que tranquilamente duerme junto a mí. En el fondo la causa de mi inactividad es más sencilla: miedo.

En un intento para redimir mi culpa, trato de convencerme de que tal vez son ideas demasiado absurdas, tonterías que no deben llegar al papel, pero no me puedo engañar, en mi interior está la sensación de que algunas de ellas son demasiado íntimas para ver la luz. Tal vez por eso aparecen en cuando los sentidos se ausentan, ese instante en que mi conciencia acepta cualquier pensamiento sin juzgarlo. Después, para no razonar en ellos, dejo que mi sueño me venza y así no tener que enfrentar los demonios que ahí están contenidos.

A veces, en la siguiente mañana, quedan algunos de esos pensamientos pastando en mi mente, gritando para poder escapar. Y sigue el miedo, ese temor de qué podría yo decir, de qué me podrían decir. Entrelíneas quedará mi vida, cada palabra contendrá una nostalgia, un vano deseo, una juerga olvidada. Podrá quedar ahí también la prueba de que mi escritura no es tan buena como pienso, que solamente es una pérdida de tiempo, como si el tiempo se pudiera perder. Mis textos quedarán para que me enjuicien, para que me condenen; rara vez pienso en el perdón o en el halago. Cada párrafo que escribo es una confesión al aire que alguien leerá sin darme la absolución.

Es mi miedo. Siempre aparece, ya sea en la noche o en el instante en que un desconocido puede leer lo que sale de mí. No existe retorno, las letras que se van nunca regresan. Decían varios escritores que escribir es una tarea de valientes, no lo creo, más bien es una tarea de irreverentes, de locos o de indolentes. No, no puede ser de indolentes porque en cada escrito va un movimiento del alma, cada frase es un sentimiento que alguna vez se atrapó y al escribir se fuga. Escribir es una tarea de locos. Realmente, debo estar medio demente para colocar esto aquí, para que ustedes me critiquen, me ataquen, me devoren. Solamente una persona que no se encuentre completamente sana podría permitir eso, podría aceptar que estas íntimas letras lleguen a sus ojos.

Un loco más, en un mar de locos. Porque también se requiere ser así para leer y compartir sentimientos ajenos, para adentrarse sin miedo en la intimidad de otra persona. Dos locos en un mar de locos, eso somos, usted y yo.

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La noche estrellada, Vincent Van Gogh

Lugar común

Me siento terriblemente solo a pesar de que llegué acompañado. Miro algunas estatuas y las pequeñas capillas que guardan los restos de añejas tragedias. Estoy aquí, en donde las palabras no alcanzan a describir todo lo que me rodea: lápidas con nombres, fechas, frases… son registros de vidas acabadas de las que solamente quedan pedazos de mármol y los recuerdos que atesoran unos cuantos familiares. Y otras lápidas, desgastadas y sucias, que también están presentes me dicen que ya no existen ni familiares ni recuerdos; sus memorias quedaron olvidadas en el tiempo. Esperan a que alguien las mire y se apiade de ellas, porque  también guardan unas sombras del pasado

Veo su féretro al lado de una tumba, llegó con nosotros. Contiene el cuerpo de lo que un día fue un amigo. La fosa está abierta y lo espera paciente. Su última morada, es lo que pienso de ese espacio. De inmediato alejo de mi mente esa frase, mi amigo odiaba los lugares comunes pero hoy descubro que ese lugar común realmente existe y un día también será el mío… es una pequeña idea egoísta. Ahora, además de triste me siento incómodo. Reconozco que en un momento como éste debo estar alejado de cualquier egoísmo. Nadie sabe lo que estoy pensando así que me guardo mi tonta idea. Tanta tristeza acumulada hace que solamente se expresen unas cuantas frases cortas y convenientes. Para mí, es mejor no decir nada.

El ataúd baja. Un hombre en el fondo lo acomoda con sumo cuidado, como si mi amigo pudiera despertar por un brusco movimiento al descender. Sé que no lo hará. Su viuda, que aún se niega a aceptar ese adjetivo, coloca unas flores sobre la oscura caja de madera, como si le hicieran falta para llegar sin las manos vacías a donde será recibido. Las miradas de los que ahí estamos lo dicen todo. Las palabras no alcanzan para describir todo lo que me rodea.

Comienzan a moverse las palas, colocan la tierra en su lugar. Cada palada va acompañada por un recuerdo. ¿Cuántas se necesitan para cubrirlo?, ¿cuántos momentos para atesorar en mi mente? Más de los que yo quisiera tener en este instante. Veo algunas lágrimas entre nosotros; al tiempo que el féretro se cubre con todo lo que añoramos. Es una eternidad la que se necesita para terminar esa triste tarea. Nadie habla, nadie atina a decir algo. El silencio solo es interrumpido por el ruido de algunas piedras al caer.

Vincent Van Gogh Cementerio en la lluvia

Terminan los sepultureros su necesaria labor, unos cuantos billetes se reparten entre ellos, es una manera de dar las gracias por un trabajo que nadie quiere hacer. Observo una lápida con su nombre en ella, toda una vida resumida en ese pedazo de mármol. Será una más entre todas las que alcanzo a ver. Él no estará solitario como nosotros, aquí tendrá la compañía que no lo abandonará.

Ahora lo entiendo. Es posible que los que estamos aquí, los que aún estamos vivos, los olvidemos pero ellos jamás se olvidarán de nosotros. Nos estarán esperando, pacientes, silenciosos. Sé que algún día mi amigo me recibirá en este lugar común, sé que también, un día, será el mío.

Preludio

Estoy sentado frente a la hoja, la veo y nada se me ocurre, es un instante de terrible ansiedad. Ella sigue en blanco y harta de esperar que mis letras la vistan, está molesta en la mesa. Reclama “¡vamos, escribe algo!” y no lo hago. Me sorprende su enojo, pero el espacio infinito encerrado en ella me abruma, me angustia. Trato de encontrar, en vano, una historia que lo pueda llenar o, al menos, una frase para comenzar. Ahora nada viene a mi mente, nada sale de ella. Desesperado, solo puedo pensar que mis musas se cansaron de ayudar.

Una pluma, junto a la hoja, descansa …

Tal vez no existen las musas, tal vez son un cuento inventado por egoístas para esconder el secreto de su inspiración. Lo que existe es la atemorizante hoja en blanco, las letras que no llegan al encuentro con el papel y mi mente completamente perdida, tratando de recordar todo lo sucedido a mi alrededor. Pero en este momento los cajones de mi memoria están cerrados y no encuentro la llave para abrirlos. En mi interior solo hay un vacío y con una oscuridad tan grande como la blancura de la hoja frente a mí. Esa ausencia de luz me atormenta y me paraliza.

La pluma me observa…

Recuerdos, sentimientos, visiones, ambiciones, encuentros, rupturas; tantas cosas en mi vida que ahora están perdidas. ¿Qué puedo escribir? ¿Dónde están las  buenas ideas que me visitaron en los últimos días? Las que arribaron en un momento inoportuno, las que entraron sin tocar la puerta y se fueron sin avisar, seguramente a buscar otra tierra para florecer. ¿Encontrarán algún día un espacio donde sean arropadas? Quizá los libros que tanto aprecio contienen ideas errantes, que en el pasado otras personas despreciaron, ideas que vagaron hasta encontrar un escritor que las recibió, las alimentó y las hizo crecer.

La pluma está inquieta…

Hoy me queda escribir y describir esta impotencia, tengo que plasmarla en el papel. Al hacerlo, es posible que ideas que hayan naufragado en el mar del abandono lleguen a mi vida. En un acto de amor a mis recuerdos, a lo que pienso y siento les podré ofrecer un lugar para descansar. Y quién sabe, quizá con el tiempo esas ideas se queden mi barco y en él, maduren y me sonrían.

La pluma comienza a danzar…

El jardín de la nostalgia.

Existe un lugar un enorme jardín, sin flores, sin personas. Es una gran extensión, cubierta de pasto y con árboles dispersos.

¿Dónde está? No lo sé y sin embargo, en algún momento de mi vida, sin mapas o estrellas que me sirvan de guía, mis pasos me llevarán a él.

En algunas ocasiones es  un camino que se recorre con un lento andar, un sendero lleno de esperanzas cumplidas y sueños alcanzados. Un camino tranquilo, en el que cada paso se da sin miedo, sin angustia, porque no se dejan atrás páginas en blanco, no se guardan palabras sin compartir, ni llevo añejos rencores.

Pero a veces, un sorpresivo golpe me impacta sin posibilidad de defensa, abriendo de manera repentina un atajo que me lleva, sin desearlo, a ese lugar. La pérdida abrupta de alguien tan cercano que mi alma queda herida. Un vacío que me deja sin espacio de serenidad, sin esa paz que encontraba a su lado cuando la necesitaba. Dolor causado por una tonta idea: seguramente regresará su sonrisa algún día acompañado por la triste realidad de que jamás la volveré a ver. Una herida sin razones, causada por una muerte que no acepta tregua ni espera.  Un desgarre en el alma que  me lleva, sin desearlo, al jardín de la nostalgia.

Recuerdos, pasos, árboles, horizontes lejanos; ahí estaré, con una dispersa y confusa mezcla de sentimientos, mezcla tan compleja que no tendría manera de definir exactamente que sucede. Sentimientos de toda una vida acumulados en un solo lugar tan vasto que jamás podré recorrer esos pastizales completamente. El  jardín que será distinto cada vez que ponga mis pies en él porque en cada ocasión el camino será diferente, me llevará a otro lugar del mismo jardín, pero en donde existe la manera de aliviar el dolor y con tiempo para encontrar de nuevo la alegría extraviada en una repentina burla de la vida.

Tengo la fe de que, en cada visita,  pueda encontrar algunas piezas perdidas del rompecabezas de la muerte,  de mi futura muerte; piezas que me  ayuden a entender  las profundas razones de la existencia del jardín de la nostalgia.

Y al final, en ese lugar, siempre me asalta una egoísta y estúpida pregunta: ¿Quién llegará a este jardín pensando en mí?…

Ausencia

Días extraños sin tu sonrisa en la casa, extraños pero no tristes. Te parecerá raro, pero para mi son días alegres porque sé que tu sonrisa, aunque lejana, es ahora mucho más contagiosa y profunda de lo que era hace un año. Una sonrisa que cruza océanos, rompe distancias y llega hasta nuestro hogar, inundándolo  de una manera tan especial que consigue llenar el vacío de tu ausencia. 

Pero si debo ser sincero contigo, esa sonrisa es lo que más extraño. Sé que eres muy feliz, que estás muy contenta pero a ratos eso no me basta,  en algunos momentos me  hace falta ver tu sonrisa frente a mi. A veces te extraño demasiado y no solo tu sonrisa, sino todos esos pequeños detalles que compartimos en nuestra vida: bromas, conversaciones, juegos, discusiones, buenos y malos momentos que vivimos juntos. Pero ese sentimiento es  solamente una pequeña melancolía, que se va tan rápidamente como llega. Se va porque estoy seguro que aún nos falta mucho más por vivir, aún tenemos muchas cosas para disfrutar en el futuro, juntos.

Ya casi un año en esta aventura que está a punto de terminar, pronto regresarás a casa.  Cada día de este año fue muy especial; para ti porque lejos de casa te has demostrado todo lo que puedes lograr, para mí porque cada uno de esos días me han permitido darme cuenta de lo que eres, de cuánto te quiero, de cuánto te extraño…

Flechas al aire

La alegría de un niño fue rota por algo que él no conoce; sombras que alejan la luz de lo que podría ser y que nunca será.

Sonidos de una opinión que creemos que esos pequeños oídos nunca escucharán pero que de alguna manera logran entrar en su mente. Las palabras que nunca debimos decir son como martillos, rompen con el suave murmullo de una voz  el cristal de la copa que está sobre la mesa. Miles de pedazos, es lo que queda de esa copa; cientos de cristales de ilusiones que no se pueden reunir de nuevo. La copa quedó rota y lo único cierto es que ahora no puede contener lo que pudo estar ahí.

Pequeñas conversaciones, frases que se dicen si saber a dónde llegarán, son flechas que se lanzan al azar y siempre hacen blanco en el corazón más débil. El arco quedó en el piso, las flechas están tan lejos que no alcanzamos a ver el daño que hicieron; el sentimiento ajeno fue golpeado.

La herida quedó abierta pero nadie se dio cuenta. Algún día, cuando el charco de sangre sea tan grande que no pueda ser escondido, otros la verán y tal vez sea muy tarde para intentar cerrarla sin causar más daño. La herida quedará abierta hasta que un dolor más grande la pueda sanar y de todas maneras quedarán las cicatrices molestando toda la vida.

Ideas, frases, palabras, flechas que lanzamos sin darnos cuenta, ¿Qué copas romperán?…

¿Por qué escribo?

Hoy termine otro cuento,  el proyecto sigue avanzando. Con tropiezos, uno que otro bache que obligan a pequeños desvíos, pero el proyecto sigue.

¿Por qué escribo?, hace poco leí un artículo en El Semanal del diario El País,  http://bit.ly/fC59VB , en donde se hace esa misma pregunta a varios escritores;  todos dieron su respuesta, con ideas diferentes, algunas sorprendentes  y otras tremendamente crudas por su franqueza – Vivo de eso, es mi trabajo – . Pero todos tienen alguna razón para hacerlo.

¿Cuáles son mis razones? ¿Por qué escribo?  Tal vez porque quiero que alguien me lea; es compartir con otros mis alegrías, mis temores, mis tristezas. Posiblemente de esta manera haré que las tristezas desaparezcan y lograré que mis alegrías sean eternas. Se que es una falsa ilusión, las tristezas no son eternas y las alegrías son destellos en el tedio de la vida; pero no importa que eso sea o no verdad, lo que importa es lo que creo y lo que hago. Para mi, es importante escribir, aunque en el fondo no encuentre una razón lógica para ello.

Al escribir en este blog permito que un extraño se de cuenta de lo que siento, es un acto un poco fuera de lo normal. Es una apuesta sin sentido ya que en el momento que otra persona lea estas líneas es casi seguro que nada cambiará en mi vida, es más, ni siquiera me daré cuenta cuando otros ojos pasen por aquí. Y,  a pesar de eso  lo seguiré haciendo,  seguiré escribiendo;  porque al final del día solo quedará la eternidad de mis recuerdos.